El reloj de su pulsera, así como el reloj de la pared, marcaban las 4, era hora de la sesión. Su paciente había arribado hacia unos minutos y ya se encontraba sentado frente a él, de forma desinhibida y relajada, verdaderamente se lo notaba cómodo. Habían hablado de lo usual, el clima, el tráfico de aquel día y como había perdido Boca ante Talleres en la Bombonera.
— ¿Tuvo algún sueño que valga la pena contar? — preguntó luego de un pequeño silencio — Si guardás recuerdos de alguno, claro está.
— ¿Sabe que sí? Y fue justo hoy, hacía mucho que no tenía un sueño así.
Se acomodó en su asiento y agarró con sus dedos la lapicera, que empezó a moverse sobre el papel de forma rápida, haciendo que el material metálico de la misma emitiera unos reflejos que bailaron por las paredes de la habitación.
— ¿Quiere contarme sobre que se trató ese sueño? — prosiguió ante la negativa del hombre a continuar con su relato.
— Claro — en su cara se dibujó una amplia sonrisa. — Soñé que me enamoraba.
La frente del psicólogo se arqueó y no pudiendo evitarlo, sonrió.
— No fue un sueño nada elusivo por lo que veo, ¿qué recuerda que pueda contarme? — le preguntó.
— Conocía a una chica de mi edad, no sé bien cómo, pero la conocía y luego la acompañaba a diferentes lugares, a hacer diferentes cosas mientras paseábamos.
— Interesante — su lapicera bailó nuevamente — ¿Era alguien conocida?
Su paciente negó con la cabeza.
— ¿Su cara, la recuerda? — quiso saber.
El paciente permaneció callado, y clavó su mirada en un punto fijo detrás de su psicólogo, como si notara algo allí. Estaba pensando.
— Sí, la recuerdo bien. Era hermosa y su sonrisa lo hacía a uno feliz — admitió.
— Y dijo usted que se enamoraba de ella, ¿cómo supo que sentía aquello?
— No podría describir como llegué a esa conclusión, pero déjeme contarle lo que sentí mientras soñaba — Él también cambió su postura, encorvó su espalda y se sentó en el borde del sillón. — Había pasado unas horas con aquella chica, paseando y caminando, hablando también, pero muy poco y no recuerdo bien sobre qué.
Tomó una pausa y bebió un sorbo de té que el psicólogo había preparado, era de té negro y jengibre, y que, en su opinión, estaba especialmente rico aquel día.
— Llegado a un punto, casi al final del sueño, nos habíamos sentado en una mesa con ella y otras personas. No podría recordar si aquellas personas eran conocidas o no, pero al margen de eso, cuando miraba a esta chica, mientras me hablaba, me invadieron sensaciones que puedo señalar claramente. Me sentí extrañamente cómodo en aquella situación, lo describiría como si mi cuerpo se hubiese sentido muy ligero. No sé por qué, pero al mirar esos ojos que miraban de una forma tan sincera a los míos, me sentí seguro de mi mismo y a la vez a gusto de estar allí. Sentía como que el tiempo se hubiese detenido para darme un momento de suma felicidad y me hubiese transportado a otra dimensión, a una donde las cosas no tienen consecuencias y las cosas buenas, no así las malas, perduran. Y así seguí pensando tras despertarme.
El psicólogo no había anotado nada, no lo necesitó. Había preferido escuchar con toda su atención a su interlocutor y en su virtud de profesional se emocionó ante el despliegue de su cliente.
La sesión transcurrió entre un ida y vuelta entre los dos, pero dejando la charla sobre el sueño en un segundo plano, como si ambos hombres dieran por hecho que todo lo que se tenía que decir se dijo y seguir profundizando en el tema no haría más que desvirtuar y contaminar algo que tenía belleza en ser lo que era. Un montaje ambiguo (pero no tanto) que se crea en un lapso entre el estado consciente e inconsciente y su efecto puede ser tan vívido como ficticio ya que nosotros (o algo que habita en nosotros) lo creamos y podemos darle la entidad que deseemos.
La semana siguiente el reloj de pared volvió a marcar las 4, como así también lo hizo el reloj que llevaba en su pulsera. Pero esta vez ni su cliente arribó ni la sesión empezó. Tampoco lo hizo la semana siguiente ni la siguiente a esa por más que los relojes marcaran lo que marcaran.
Fue un día como cualquier otro, y no a las 4, que el psicólogo, recorriendo la correspondencia llegó a una carta. Era de su cliente, el que se había ausentado todo este tiempo. Con algo de curiosidad por saber lo que contenía el mensaje, pero sobre todo contento por saber que él estaba bien abrió el sobre.
El psicoanalista leyó lo siguiente:
“Hola, espero que se encuentre bien. Antes de empezar quiero disculparme con usted por haberme ausentado de las sesiones de esa manera y sin previo aviso. Por mí no debe preocuparse, nunca he sido más feliz. Mi vida ha cambiado radicalmente desde que tuvimos esa sesión en la que le conté mi sueño. Quiero que sepa que no volví a hablar de mis sueños con nadie y si bien soñé cosas buenas, nunca fueron tan buenas como el de aquella vez, se lo aseguro. No se asuste si le digo que creo que hablar de mi sueño con usted cambió mi vida. Es importante que sepa que estoy bien. Le agradezco toda la ayuda que me ha dado y el tiempo dedicado. Un saludo, su paciente y amigo.”
Esa noche el psicoanalista soñó algo que solo él recordaría y que lo hizo tan feliz, que se levantó ansioso por contárselo a quien sea que quisiera escucharlo.